Columna publicada en la edición Nº 24 del Observatorio Sur de la Corporación Proyectamérica.
Cuando se hace referencia a la actividad política, una asociación inmediata apunta naturalmente a los partidos y a los discursos que de ellos emanan. Internarse en el terreno de los patrones de funcionamiento de las elites políticas constituye un campo difícil de dilucidar y arriesgado, básicamente porque los códigos de desenvolvimiento de este tipo de estamento son implícitos y prima un cierto espíritu de cuerpo, refractario al escrutinio externo.
Sin embargo, resulta muy interesante poner el tema en discusión para no ocultar aspectos de nuestra realidad política que requieren ser debatidos y estudiados más a fondo. Por definición, en democracia la elite política debe contar con un razonable grado de independencia y autonomía para representar el interés general de manera coherente y disciplinada sin estar a merced de presiones de ningún tipo para tomar sus decisiones. Adicionalmente este segmento debe dedicarse a la política «como vocación» entregando sus mejores esfuerzos y capacidad profesional a los asuntos públicos: lograr desde el gobierno genéricamente entendido un gradual bienestar de una comunidad nacional determinada.
La elite chilena
No resulta aventurado indicar que la elite política chilena en la larga etapa de asentamiento de la democracia ha tenido un comportamiento destacado. En particular, la franja de la elite de orientación de centro e izquierda realizó un notable aprendizaje de los errores que cometió en el pasado y ha constituido un pacto político que a pesar de los avatares la proyecta con fuerza hacia adelante. Empero, el indudable éxito alcanzado no debiera obnubilar a la elite gobernante frente a los desafíos que se le presentan para evitar entramparse en un diálogo autorreferente. Las encuestas de manera sistemática señalan un creciente distanciamiento de la ciudadanía con respecto a los partidos y a sus elites. Sin duda que hay una adhesión importante a la Concertación que se mantiene incólume como lo demuestra la reciente elección pero ello no es una garantía ad eternum. Más bien lo que se debiera observar con cierta preocupación es la creciente incapacidad que vienen mostrando los partidos de la coalición para contener en sus filas a liderazgos, franjas elitarias y talantes discursivos que con el tiempo tienen más estímulos para “fugarse” de los rígidos formatos partidarios. Se constata al respecto que en la actualidad la lealtad se hace cada día más precaria, las voces de disenso más generalizadas y las “salidas” cada vez más frecuentes. Estamos en presencia de una coalición más desordenada, pletórica de pequeños y grandes caudillos que tiene como desafío fundamental instalar una potente razón colectiva y una nueva hegemonía política y cultural. La gran interrogante es si las elites serán capaces de cimentar un nuevo pacto político de envergadura que a la vez le otorgue espacios de referencia socio-política a todos los sectores del progresismo en Chile.
La necesidad de instaurar una nueva épica
La Concertación ha desarrollado un ciclo político francamente exitoso que al término de la actual administración cubrirá nada menos que 20 años. Sin embargo se ha llegado a un límite que requiere una honda reflexión sobre la oferta política que ahora debería encabezar la Concertación. Con el mismo gradualismo y parsimonia que ha tenido en el pasado, no es aventurado sostener la hipótesis que la coalición debería elaborar un nuevo libreto y una nueva épica a tono con los desafíos que tiene el país. En este contexto no cabe duda que será fundamental como el Gobierno y la coalición enfrentan las turbulencias económicas que se avecinan para el próximo año.
Las modalidades de resolver las turbulencias externas y su impacto en el país tendrán sin duda consecuencias importantes para la vitalidad de la Concertación en el tiempo venidero. El punto focal que requiere atención es la capacidad de la Concertación para recrear una franja política transversal que elabore, más allá de la retórica, un acuerdo político sustantivo de cara al contorno que tendrá el nuevo ciclo político y social. Ello parece ser de la máxima relevancia. Si se atiende a los más diversos ciclos políticos de gobiernos exitosos siempre se verificó una combinación virtuosa entre la razón técnica y política, como lo ha venido haciendo la Concertación en estos años. La más elemental racionalidad de cada actor indica que por definición los técnicos tienen claridad sobre lo que hay que emprender y mientras más rápido se haga mejor. Por otra parte, el estamento político como es obvio estará preocupado de no perder legitimidad y no deteriorar sus bases de apoyo de manera irremediable. Combinar entonces ambas racionalidades -eficacia y gradualismo- en un programa de cambios y reformas sostenible en el tiempo es la clave del éxito. A menudo en América Latina algunos de estos componentes han fallado. O bien existe un segmento técnico dispuesto a realizar cambios beneficiosos pero sin ninguna interlocución política o simplemente éste no existe o bien predomina una clase política miope de mirada de corto plazo que centra su legitimidad en promesas demagógicas y populistas sin ningún asidero en la realidad.
El reconocimiento del término de una etapa política no quiere decir en lo inmediato que otros actores estén en verdad mejor equipados que la Concertación. La propia tradición política y el singular aprendizaje de Gobierno de estos años se convierten en una cantera privilegiada para proyectar el futuro y plantearse nuevos derroteros. En otros contextos la falta de rumbo político o la crisis de los sistemas de partidos han llevado al surgimiento de líderes populistas que prometen refundaciones radicales a menudo teñidas de nostalgia de épocas imposibles de reproducir.
En verdad no hay recetas mágicas a la luz de los límites actuales: se debe competir económicamente en un mundo hostil, robustecer el Estado como único organismo capaz de orientar el desarrollo y fortalecer la protección de las personas y las comunidades.