Una serie de fortalezas explican el alza de la Concertación en el poder que logró permanecer por 20 años. Una élite que reúne las mejores destrezas para conformar un pacto, que asume como divisa central una política de reformas incrementales, que capitaliza su lucha en contra de la dictadura y la defensa de los derechos humanos, pero se propone gobernar para ‘todos los chilenos’, que congrega a un notable contingente profesional y técnico, que a la vez es la base de la formulación de renovadas políticas públicas y que es capaz, por muchos años, de procesar las diversas demandas sociales y expresar tanto a los sectores medios y populares.
El crecimiento económico permite el acceso al consumo de nuevos sectores sociales generándose en la práctica una nueva clase media cuyos hijos, con esfuerzo, logran por primera vez entrar a la universidad. Se dota al país de una nueva infraestructura. Se sientan las bases de una amplia y comprensiva reforma a la salud y se combate seriamente a la pobreza por medio del Chile Solidario. Se reforma la justicia y se genera un sistema de protección social de alcances históricos, que reforma el sistema de pensiones que cubre a las mujeres y a aquellos que no tienen ingresos dignos para la vejez. Sin embargo, el cierre del ciclo se debe, en parte, a que esta élite no configura un programa político profundo de tipo socialdemócrata que permeará, en particular, a la élite partidaria y parlamentaria. Si bien se actúa con un programa gradualista e incremental de cambios que dominan en todos los gobiernos, la élite que se instala en el ejecutivo tiene permanentes tensiones con los partidos y las bancadas parlamentarias. Ello se hace ostensible con el paso de los años.
Se estructuran fuertes disidencias en los partidos y en las bancadas parlamentarias, que ponen en tela de juicio el modelo de gobernabilidad de la Concertación en el gobierno. Además, el sistema electoral binominal le entrega una inusitada autonomía a los parlamentarios, que contribuye a deteriorar su lealtad con los partidos y con el gobierno. De otro lado, se configura un clima intelectual adverso a la Concertación gobiernista. El paso del tiempo deteriora a los partidos, que muestran una clara crisis de representación, reflejo de su falta de sintonía con la sociedad y del hecho que no hubo un cambio generacional genuino en la directiva, donde permanecen en la dirección prácticamente los mismos dirigentes desde el año 1990. Junto a ello, el Estado muestra severos problemas de gestión y se deteriora su eficiencia; surgen presiones sociales ‘desde abajo’, tanto de los estudiantes secundarios movilizados, como de los pueblos indígenas, lo que indica serios cuellos de botella en las políticas públicas.
Todo lo anterior se agudiza con la fragmentación de las élites partidaria y parlamentaria. Esto gatilla la renuncia de dirigentes a sus partidos, y la presentación de candidaturas presidenciales paralelas en la elección de diciembre de 2009. Tal cuadro es la antesala de la derrota de la Concertación en las urnas, donde la derecha desarrolla una eficiente campaña.
La fractura también se produce entre los sectores medios y aquellos más vulnerables. No resulta casual que la votación de Frei se afinque claramente en los sectores rurales con menores grados de escolaridad, como ha sido ampliamente demostrado por estudios empíricos. Ello pone en el tapete un clásico dilema de los gobiernos de centro-izquierda o socialdemócratas. La puesta en práctica de políticas redistributivas, así como el crecimiento económico, trae aparejado el surgimiento de ‘nuevos’ sectores medios, afincados en el consumo y en la competencia individual, que anidan preferencias políticas más líquidas e inciertas. Esto se convierte en un factor muy poderoso para la ruptura del consenso social entre aquellos sectores medios y los de raigambre popular, lo que contribuye inexorablemente a la pérdida del poder de las coaliciones centro-izquierdistas.
Así ocurrió en Chile. El éxito de la Concertación tuvo el presente de griego que las clases medias –llamadas aspiracionales- busquen otras gratificaciones y beneficios y que, además, su mundo socio-cultural cristalice otras percepcionesy anhelos, diferentes de los temas clásicos socialdemócratas. Como lo atestigua el actual Latinobarómetro en toda América Latina, la niña bonita es el emergente sector medio, que ha crecido al amparo de la buena marcha de las economías. El desafío político, entonces, estriba en qué fuerza política es capaz de conquistar el corazón de este sector que, por definición, es voluble, consumista, instrumental. Por ello, es bienvenida la reafirmación de los partidos de la Concertación y la clave de su éxito futuro consiste en una alianza entre el centro y la izquierda. Sin embargo, un acuerdo entre partidos, por ahora con baja reputación, no garantiza que se vuelva a reeditar en el Chile actual el secreto del éxito: que exista un pacto o consenso social -ya no político- entre los sectores populares y las nuevas clases medias. Esta será una de las claves de los torneos electorales venideros del nuevo ciclo político que debe iniciar una nueva etapa de reformas en todos los ámbitos.