Como es habitual cuando se cierra un prolongado ciclo político, en este caso encabezado por la Concertación, se produce una dispersión de los partidos y sus elites y deben hacer un largo aprendizaje para instalarse en la oposición. Ya no existe el ancla de contar con el gobierno y por tanto de poseer la iniciativa política. Ahora la centro-izquierda debe gradualmente rearmarse desde los partidos y el parlamento sin el factor ordenador o el vértice de poder que residía en el gobierno.
Así la actual oposición debe buscar un tono y un registro común para convertirse en una oposición organizada que trasmita mensajes claros hacia la ciudadanía. En buena medida la baja estima que expresa la ciudadanía con la actual oposición tiene que ver con que aún ésta no encuentra un guión o registro que la identifique.
Una de las preguntas que surge es cuanta energía cada partido está dispuesto a invertir en un proyecto común o si lo que está a la orden del día es cimentar solamente las identidades particulares de cada orgánica política. Sin duda que evitar la dispersión de las propias filas en un contexto de repliegue contribuye a que los partidos se vuelquen sobre sí mismos, en un desgastante ejercicio de reafirmar una identidad política. Pero también escasean los horizontes políticos y los proyectos.
El ciclo de la Concertación cambió positivamente a Chile en muchos sentidos. Se abrió un cauce de políticas que combinaron el desarrollo económico con políticas incrementales de redistribución social. Fue un intento, con limitaciones, de sentar las bases de una opción socialdemócrata, aunque nunca se verbalizó muy claramente como tampoco permeó a los partidos y a los activos concertacionistas más amplios. La interrogante que emerge es si se seguirá esta senda o se volverá a un repertorio político de identidades tribales de los partidos y sus elites; unos afirmando a una izquierda de tonalidad más radical y otros procurando una identidad hacia el ‘centro’ político. Pero lo indicado parece ser un camino que conduce más bien a la fragmentación y a la crisis de identidades que a fijar horizontes políticos que den cuenta de la existencia de una clara oposición a los ojos de la ciudadanía.
Se complica aún más el panorama cuando se advierte que el gobierno de Sebastián Piñera ya desde la campaña decidió tomar las banderas de la Concertación y, si se quiere, de la centroizquierda. Los proyectos sociales que se han presentado, más allá de sus méritos, no hacen más que continuar el camino de reforzar una agenda más distributiva que liberal. Esto también contribuye a que la Concertación y sus partidos se queden estupefactos puesto que o apoya sin remilgos los proyectos sociales o señala que son limitados y “pide más”. A su turno la derecha en el gobierno puede aducir que están haciendo lo que la Concertación no hizo en veinte años. Es decir, se pierden los símbolos clásicos de derecha e izquierdas.
De esta manera, asistimos a una dispersión y seria falta de credibilidad de todos los partidos políticos. Los de la oposición, debido a que tienen que resolver el sentido y la proyección del pacto que los une, mientras sostienen a duras penas sus identidades y los de la derecha, que se debaten con un gobierno que sienten lejano, cuyo presidente sigue una ruta propia, en varios casos, profundizando políticas que la concertación dejo a lo menos proyectadas. Se generan así descontentos y semioposiciones puntuales en todo el arco partidario, sin que ellas puedan ser escuchadas o decodificadas por las grandes audiencias. La política, así, pierde el sentido de canalizar voluntades y agregar demandas y se transforma en alegatos evanescentes, en dimes y diretes.
Es muy probable que, a lo menos, parte de la explicación se vincule con el efecto que ha tenido a lo largo de los años el encuadre político-institucional de nuestra democracia. La instalación del sistema binominal, como se ha repetido múltiples veces, desalienta la participación de la ciudadanía puesto que percibe a una elite que, al final, se reparte el poder por mitades. Igualmente, este sistema electoral termina socavando seriamente a los partidos, ya que los legisladores, una vez electos, tienen todos los estímulos para autonomizarse en el congreso y actuar construyendo sus propias bases de apoyo locales o regionales. Por otro lado, la figura presidencial tiene completa autonomía respecto a los partidos y en un complejo juego político, al final, impone su agenda y prioridades.
En síntesis, el formato institucional es un factor complejo para una buena política democrática. Se requiere, entonces, abrir el espectro institucional, democratizar de verdad a los partidos, desconcentrar la actividad política en centros de poder variados e infundir una cultura política más sencilla y conectada con las pulsiones ciudadanas. Para la oposición ya no existe el boato y la cadencia del Estado con sus rutinas y espejos y es hora de ponerse a tono.
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