Ciclo políticos en Chile: el periodo de la concertación y los rasgos del ciclo emergente

¿Cómo y porqué razones la elite histórica de la concertación logró mantenerse 20 años en el gobierno? ¿Cuáles fueron los factores que gatillaron el fin del ciclo político de esta elite de centro e izquierda? En un libro aparecido el año 2011 procuramos responder extensamente ambas interrogantes (Hidalgo, 2011). En este artículo nos proponemos, en primer lugar, sintetizar aquellos argumentos para tener una visión, aunque sea esquemática, de la historia larga de este proceso político. En segundo lugar, se bosquejan las claves socio-políticas del esfuerzo por cimentar un nuevo ciclo político a partir del triunfo de Michelle Bachelet en las urnas encabezando a la coalición Nueva Mayoría que esta vez incluye al Partido Comunista y otras expresiones políticas. Allí se analizan los aspectos del nuevo ciclo político emergente y sus dificultades.

En la investigación que se realizó elaboramos un conjunto de proposiciones que explicaban el éxito de la elite política chilena en lograr la transición y afincar la democracia. De esta manera, hubo una fase preparatoria (D Rustow, 1970), cuando la elite de la concertación, aún en ciernes, establece un conflicto prolongado con la dictadura en torno a la legitimidad de la constitución de 1980. Luego de intensos debates y bloqueos, se toma una decisión fundamental, la elite, o buena parte de ella, decide jugar en la cancha trazada por la Constitución del 80 y asume jugárselas en el plebiscito. El triunfo en esta consulta popular fue la base fundacional para la configuración de una sólida elite política que comienza la etapa decisiva de la instalación de una democracia por cuotas. Luego, advino la fase de la habituación, cuando emergieron pausadamente los problemas al interior de la elite, en su sentido más amplio (partidaria y parlamentaria).

Pero lo central allí, es que se abrió la posibilidad, al inicio de la democracia, de que se produjera un pacto de largo plazo entre la elite de centro e izquierda que le permitió gobernar durante 20 años. Este fue el fundamento de la fase larga de habituación a la democracia en Chile. Sin embargo, por el trauma que provocó la derrota de 1973 y por la fragilidad de la democracia recién conquistada, la elite transversal que se instala en el gobierno no elabora un programa profundo que estimulara un cambio de mentalidad radical en los partidos y en los activos militantes.

No hubo, un pleno reconocimiento que se trataba de llevar a cabo un programa reformista y gradualista en Chile. En los hechos, no se generó un sentido común fuerte y arraigado ‘hacia abajo’, en toda la amplitud de la concertación, que lo que la inspiraba era, finalmente, un programa gradual de cambios. De este modo, el gradualismo y la gobernabilidad fue un asunto, en gran medida, de los gobiernos y sus elites transversales, pero no necesariamente de los partidos y activos militantes.

Más bien, el miedo a la fragilidad de la democracia contuvo y congeló a los partidos que tenían otro repertorio más tradicional y atávico. Además, siempre, la elite en el poder, en parte, esgrimía el miedo a que la derecha volviera a gobernar, con lo cual sofocaba artificialmente las diferencias, sin que existiera, en verdad, un debate abierto en torno a la necesidad de asumir, sin complejos, el programa modernizador-reformista, de combinación de Estado y mercado que desarrolló, en la práctica, la concertación gobiernista. Quizás, era inviable desatar un debate de esta naturaleza, porque la concertación partidaria se hubiera quebrado mucho antes, de modo que era mejor mantener la ambigüedad y contener o apaciguar a los partidos.

Es que, al mismo tiempo, se debe reconocer que la generación, que gobernó era, en su mayoría, la que había sufrido amargamente la derrota de 1973 con todos los costos humanos que significó, por tanto al momento del debate los miedos bloqueaban los disensos abiertos. De esta manera, la falla geológica de la elite en el poder fue no haber debatido, a fondo, un programa reformista de verdad con toda la concertación y sus activos. Talvez, haber mantenido la vaguedad y la razón concertacionista recluida en el Estado fue lo máximo que se podía obtener.

Pero, con todo, se logró gobernar. Aunque el corazón estaba en la cúspide del poder y alojada en el gobierno, con matices y cambios, en cada administración hubo una elite transversal -aunque diluida al final- que privilegiaba la gobernabilidad y estableció fuertes complicidades, más allá de los partidos, para convertirse, al final, en una elite autónoma de las tiendas políticas. Fue en el Ejecutivo donde, efectivamente, trabajaron juntos, codo a codo, socialistas, democratacristianos, pepedeístas y radicales, cuya sintonía clave tenía que ver con la racionalidad de gobernar. Así fue como se cumplieron, con sobresaltos y tensiones, todas las premisas positivas de un ciclo político exitoso que se prolongó por 20 años (Solari, Flisfisch, Villar 2009).

Se instaló el gradualismo reformista, sobre la base del pacto elitario entre el centro y la izquierda, pero que expresó, en verdad, a un segmento delimitado de la elite de ambas culturas políticas. Se recluta a una buena tecnocracia progresista que venía de las mejores escuelas y que administra eficientemente el Estado. Se elabora, en cada gobierno, un programa de avances y un relato que tenía que ver con las tareas de la transición y la consolidación de la democracia. Se trataba del mito clásico de la concertación que ordenaba a los chilenos y les entregaba certidumbres sobre hacia dónde se dirigía el país y qué se esperaba de ellos. Así la concertación gana sucesivas elecciones interpretando a las clases medias y a los sectores populares, con visiones progresistas, mientras la derecha tenía que reponerse de su legado autoritario y conservador, y la coalición capitalizaba, además, su ‘reserva moral’ de ser portadora de la lucha contra la dictadura.

La demanda social es razonablemente procesada por la concertación de gobierno que establece, también, vasos comunicantes con las dirigencias sociales que, en muchas ocasiones, moderan sus demandas en aras de la gobernabilidad y la democracia, siempre considerada frágil. Al mismo tiempo, se consigue durante largos años, con tensiones, los apoyos y las lealtades necesarias de las bancadas parlamentarios concertacionistas y la buena voluntad de los partidos. Entre otras cosas, por cierto, se encontraba el incentivo para los partidos de permanecer en el poder y ello implicaba tener acceso a los puestos del Estado.

Los gobiernos de la concertación cambiaron la cara del país. Llevaron a cabo un conjunto amplísimo de reformas, en los más diversos campos, que profundizaron la democracia y crearon, gradualmente, un Estado que, en todo sentido, entregó mayores protecciones a sus ciudadanos. En educación, ampliando matrículas a todo nivel y fortaleciendo la educación pública en todo el espectro; elevando los ingresos de los profesores, dando inicio a un proceso de evaluación de todo el sistema en logros educativos, derogando la LOCE, odiosa ley que había dejado la dictadura. Desde luego, se desplegaron, a través del tiempo, una serie de políticas de promoción de los derechos humanos que se hicieron cargo, tanto de los familiares de las víctimas, como de aquellos que fueron torturados y encarcelados por la dictadura, sin dejar de lado la aplicación de la justicia a quienes violaron atrozmente los derechos humanos. Respecto de la Constitución del 80, cambiándola, hasta donde fue posible, eliminando los senadores designados y los llamados enclaves autoritarios, quedando pendiente la reforma al complejo sistema binominal y logró aprobarse, el ingreso masivo de los jóvenes a los padrones electorales por medio de una inscripción automática y voto voluntario. Materia hoy ampliamente debatida por la ostensible baja en la participación electoral.

En salud, se emprendió una reforma comprensiva con el programa AUGE que dotó de mayores beneficios de gratuidad a la población. Se cambió la cara a Chile, mediante una nueva infraestructura en puertos, caminos, autopistas, aeropuertos, estadios, etc. La modernización del Estado, a pesar de los focos condenables de corrupción, fue abordada en una avanzada ley de transparencia y fue reformado el reclutamiento de los funcionarios públicos, con un sistema de trabajo de acuerdo a metas medibles objetivamente.

La economía fue abierta al mundo a través de tratados comerciales que se firmaron con Europa, China, Japón, Estados Unidos, y tuvo un apreciable crecimiento que permitió que muchas personas tuvieran acceso a bienes que antes eran impensables. Con ello, emergió en el país una ‘nueva clase media’ cuyos hijos podían, por primera vez, tener acceso a la educación superior.

Las relaciones laborales, fueron reguladas por el sistema de subcontrataciones y se fijaron criterios para defender a los trabajadores de las injusticias en el mundo del trabajo. Fue incentivada la entrada de los jóvenes al mercado laboral, así como de las mujeres, instalándose mayor cantidad de salas cunas y medidas de protección a la infancia.

La administración de justicia fue modificada haciéndola más moderna y transparente, por medio de la reforma procesal penal que cambió sustancialmente el sistema.

La demanda indígena fue atendida hasta donde fue posible entregándoles tierras y reconociendo sus derechos a tener un trato digno e igualitario en la sociedad chilena, esto a través de diversos programas que, igualmente, contemplaban una discriminación positiva para las etnias para acceder a la salud, vivienda y educación.

En lo previsional se llevó a cabo una drástica y completa reforma al sistema de pensiones que contempla beneficios para las dueñas de casa así como para las personas de bajos ingresos que ahora poseen una modesta protección monetaria asegurada por parte del Estado.

En otras palabras, el balance de la concertación, visto en panorámica, es ampliamente positivo, si se examina con aún más detalle cada gobierno desde 1990 hasta 2010. (Boeninger, 2009)

Sin embargo, ya en el gobierno de Eduardo Frei (1994-2000) se instala en la concertación partidaria y parlamentaria una desazón con la marcha de los gobiernos hasta ese momento. Este se tradujo en el debate entre los denominados autocomplacientes y autoflagelantes que se instaló en la elite, pero puso al descubierto el hecho de que amplios sectores de la concertación no estaban satisfechos con las políticas de los gobiernos. Era un malestar y una disconformidad soterrados, pero siempre latentes. Es así como surge una acendrada crítica al tipo de modernización que se estaba llevando a cabo en Chile.

La proposición de los llamados autoflagelantes constituyó una reacción algo atávica y conservadora de los procesos naturales que implican las modernizaciones de las sociedades, que suponen incertidumbres, miedos, inseguridades. El punto medular que ellos reclaman era el carácter limitado de la democracia chilena, sus dominios reservados, su falta de participación y la lentitud con que llegaban las políticas más igualitarias.

Como se sabe tal debate se reflejó en sendos documentos que circularon profusamente en las elites políticas y partidarias. En todo caso, este debate fue sofocado a finales del gobierno de Frei y a comienzos de la candidatura de Ricardo Lagos, quien, por cierto, quería evitar que su coalición se fragmentara.

Junto al debate anterior, se instala en el sentido común de los activos movilizados, la ácida crítica del reputado sociólogo Tomás Moulian a la democracia chilena, definida por él como una mera dministración del legado dictatorial, sin ningún cambio, toda una farsa, con una concertación entregada sencillamente al liberalismo y a la tecnocracia. Es así como en el texto (1998) de amplia difusión, Chile: la anatomía de un mito, Moulian devela extensamente ésta según él, verdadera jaula de hierro en que se había convertido Chile en donde la centro izquierda únicamente administraba un modelo neoliberal de mercado. Por cierto se debe además señalar que se instala en el sentido común, sobretodo universitario, hasta el día de hoy que el tiempo de la concertación fue puramente ‘neoliberal’.

Asimismo, se publica el Informe del PNUD (1998) que, en clave conservadora, habla de los malestares de la sociedad chilena y de las asincronías de la modernidad, asunto que es conocido y clásico de todos los procesos de modernización ocurridos en el mundo. Pero, gradualmente estas certidumbres comienzan a permear, decisivamente, a la concertación partidaria y parlamentaria, puesto que, como señalamos, nunca se instaló un renovado sentido común sobre lo que hacía la concertación en la práctica, que era una política incremental de reformas al capitalismo en un sentido progresista, que no buscaban cambiarlo, entre otras cosas, porque no había un modelo alternativo al cual ceñirse. Había, en definitiva, un debate también algo soterrado sobre las bondades de instalar con más fuerza en Chile un modelo socialdemócrata que aprendiendo de las lecciones de otros contextos hiciera, entre otras cosas, más efectiva una política de redistribución y regulara de modo más claro aspectos como la salud privada y los fondos privados de pensiones, las AFP, entre otros campos importantes de las políticas públicas.

En este proceso, claramente circunscrito a las elites, se desdibuja y pierde, dramáticamente terreno la razón de la concertación en el gobierno. Se constituye, así, una elite no unificada sino disgregada. Adicionalmente, cambia la sociedad, se pierden los miedos, se generaliza una economía de mercado; y la contención simbólica, los mitos que fueron efectivos en la ciudadanía, para ordenar sus prioridades, empiezan a perder sentido. A los chilenos ya no les convencían las restricciones de la transición ni tampoco las contenciones elaboradas con respecto a esperar que la democracia estuviera definitivamente consolidada para demandar otros bienes y gratificaciones.

De esta manera, los mitos construidos por las elites en el gobierno pierden toda estructuración y sentido para el chileno común. Un chileno podía afirmar: ahora estoy mejor, más satisfecho, tengo acceso a bienes y no tengo miedo al caos o a la incertidumbre, de modo que la pregunta cotidiana y común empezó a ser: ¿cómo seguimos para adelante como sociedad, no solamente como individuos? Y ¿cuál es el Chile de ahora? No el que vendrá en el futuro. También empieza a agotarse, claramente, el mito —siempre importante y ordenador en cualquier sociedad—de la concertación en el gobierno. ( Guell, 2009)

Asimismo, los partidos, con los años, se encontraban con serios problemas de representación y convivían, malamente, bajo el corsé del binominalismo, mientras los parlamentarios, instalados, comienzan a gozar de los privilegios de este sistema. No precisaban a los partidos, eran autónomos y podían establecer sus propias bases de poder, lo que se tradujo en la creciente distancia de los legisladores con el gobierno y en subir, sistemáticamente, los costos de transacción de los acuerdos a que frágilmente se llegaban con el Ejecutivo. También, para satisfacer sus intereses demandaban poner a sus leales en los puestos de los gobiernos regionales y nacionales, estimulando una creciente e imparable clientelización del Estado, en una relación entre Ejecutivo y parlamentarios que se verificó “uno a uno”.

Había que responder a las demandas singulares de cada congresal para, en un fatigoso trabajo, contar con su apoyo, si es que era el caso, para una determinada ley. Del mismo modo, se fue degradando el presidencialismo, cuando los parlamentarios asumen con total desparpajo que, al final, no tenían que rendirle cuentas a nadie.

Además, en el mundo parlamentario la política se fue deteriorando y aquellos que llevaban varios períodos, con excepciones, por cierto, no se ocupaban, en verdad, de los grandes debates nacionales ni de estudiar seriamente muchas materias, con lo cual empezó a reinar una cierta improvisación y frivolidad que fue castigada por la ciudadanía cuando evaluó al Parlamento como una de las instituciones con menor reputación.

Desgastada la concertación y con escasos incentivos para promover nuevas causas y propósitos, no fue extraño que empezaran a aflorar las disidencias parlamentarias y las “salidas” de las diversas tiendas políticas. Fue así como en la DC se produce la defección de varios parlamentarios, intentando un arriesgado “camino propio”. Igualmente en el PPD, siempre un partido catch-all de una constelación de liderazgos individuales que convivían, no sin dificultades, bajo el techo partidario. Lo mismo ocurre en el PS, algunos de cuyos líderes, como el ex senador Carlos Ominami, venían desde hace años planteando serias divergencias como un insigne ‘autoflagelante’. El senador Alejandro Navarro, también intenta formar una corriente al interior del PS y luego de fracasar establece una tienda propia, renuncia al PS e intenta una bizarra candidatura presidencial.

A lo anterior se suma el fenómeno largamente analizado de Marco Enríquez Ominami, quien, a lo menos, se la jugó, en verdad y hasta el final, por un proyecto difuso, pero que terminó perforando gravemente a la concertación, puesto que desnudó sus debilidades más profundas, cuando el ciclo se estaba terminando. Todo ello ocurre con directivas partidarias sin un proyecto compartido y más bien tratando de contener a sus huestes y parlamentarios, para obtener el mejor resultado electoral y quedar bien situados para volver a la oposición.

Las directivas de los partidos tenían dirigentes que, prácticamente, habían administrado las tiendas políticas desde 1990, sin que hubiera una renovación generacional seria y consistente. Más bien, las orgánicas partidarias se fueron dramáticamente envejeciendo, así como sus líderes intermedios y bases. A la par, los dirigentes más jóvenes que se perfilaban, con excepciones importantes, a menudo expresaban todos los vicios de la “antigua política” y nada muy original de nuevas propuestas y estilos políticos. La renovación quedaba a medio camino.

Por otro lado, la gestión del Estado empieza a mostrar síntomas severos de fatiga. Tanto el caso del Ministerio de Obras públicas como el estruendoso fracaso del Transantiago fueron evidencias claras de que la elite estatal estaba cumpliendo, también, su ciclo. Se asomaron casos complejos de corrupción. Como, asimismo, cuellos de botella o límites a que había llegado la propia institucionalidad del Estado para gestionar asuntos altamente complejos y técnicos. La agencia estatal perdió velozmente eficacia y, sobre todo, credibilidad ante los ciudadanos, en un periodo de “fatiga de materiales” y agotamiento de las elites técnicas y políticas evidente.

Se empiezan a producir crecientes presiones sociales en dos ámbitos muy neurálgicos. El movimiento estudiantil devela que la educación sigue siendo, largamente, una asignatura pendiente en Chile, a pesar de los ingentes esfuerzos de los diversos gobiernos. La sociedad chilena continúa siendo muy estratificada y desigual, en la cual todavía pesan decisivamente el linaje de los apellidos, la fisonomía personal y el colegio en el cual uno se educa. Existe una educación, aún, desfinanciada y precaria para los más pobres y otra de privilegios para quienes pueden pagar la colegiatura, que es la llave del éxito futuro y donde las familias se reproducen a través de las redes que se construyen en la escuela. Este es un núcleo duro de la desigualdad que tomará mucho tiempo abatir, puesto que, entre otras cosas, existen intereses creados muy poderosos de desalojar. A eso apuntó el movimiento de los jóvenes ‘descamisados’ secundarios llamados ‘pinguinos’ de 2006.

La sociedad chilena continúa siendo discriminadora y racista en muchos aspectos. Es por ello que la concertación hizo grandes esfuerzos por integrar a sus pueblos originarios, pero se quedó a medio camino. La institucionalidad creada terminó desprestigiada y no se resolvieron, a cabalidad, el conjunto de demandas de las etnias, que no sólo tienen que ver con tierras, sino con un reconocimiento político, social y cultural de Chile, de la singularidad de su sociedad con pueblos que deben ser dignamente integrados en todos los ámbitos, con mayor claridad y pluralismo. Aquello francamente no se logró y la política en ese campo también tocó techo.

En este amplio contexto, es donde hemos situado el fin de ciclo de la concertación, cuyo corolario, desde luego, se produce con la amarga derrota de Eduardo Frei en las urnas. Si, por un instante, se mira hacia atrás y se perciben los logros, se ve que estos fueron ampliamente favorables.

Es posible señalar, que la concertación tuvo la fortuna de ganar una elección con el fenómeno de liderazgo y gobierno que encabezó Michelle Bachelet en su anterior gestión. Fue un bonus track, un aire que tuvo la coalición y la elite del gobierno para jugar la última partida, en un contexto en que primaba la disgregación y el desencanto generalizados.

A la postre, no sólo fueron los partidos, sino el conjunto de la concertación que apostó erróneamente por la figura de Frei. Es muy posible que no haya habido alternativa y que producto del desaliento y la falta de renovación estructural, en verdad, no existiera nadie más con la densidad adecuada y el perfil requerido para enfrentar, una vez más, a la derecha. Es la típica pregunta contrafáctica ex post cuando sucede un acontecimiento no querido: qué hubiera pasado si se hubiera detectado a tiempo que, después de Bachelet, los ciudadanos querían cambios de verdad, rostros nuevos y estaban disponibles para innovar en todo sentido. ¿No había candidat/@ o sencillamente la concertación, toda ella, estaba indefectiblemente cumpliendo su ciclo? Tal parece que fue esto último.

También es menester registrar que, con todo, el formato institucional presidencial también conspiró para que los Presidentes de los gobiernos, como líderes máximos de la coalición, no se ocuparan de renovar sus bases de apoyo, en especial los partidos. Solamente los contuvieron, o los acallaron cuando intentaron, algunos, debatir, o sencillamente los tomaron como un dato complejo con los cuales tenían que convivir, pero sin prestarles demasiada atención. Al final los Presidentes son líderes cuasi plebiscitarios a quienes les interesa primordialmente el apoyo popular e intentan, con variable fortuna, dejar una huella indeleble de su paso por el cargo.

De esta manera en trazos gruesos, tal es la descripción completa del ciclo político de esta elite: origen de la elite de la concertación, aspectos virtuosos y bondades que, en el alza del ciclo, despliega todo su vigor por construir, sinceramente, una sociedad más democrática e igualitaria y, como vimos, avanzando un buen trecho; y la inexorable baja, el ineluctable paso del tiempo que deteriora las convicciones y embota la pasión y la energía.

¿Qué caminos se abrieron? ¿Pudo la derecha abrir un nuevo y distinto ciclo político?

Sebastián Piñera ganó con una plataforma muy similar a la estética de la concertación clásica, prometiendo enfrentar seriamente la delincuencia y mejorar radicalmente la gestión del gobierno. Le tocó enfrentar el año 2011 a un amplio movimiento social universitario que reclamaba mayores cuotas de equidad y mejorías ostensibles al sistema educacional que concitó una muy amplia simpatía ciudadana. Sin embargo, más allá del episodio con ribetes épicos como se le quiso presentar al rescate de los mineros en un lamentable accidente en el norte, no quedó en la retina de los chilenos ningún logro realmente digno de nota.

La delincuencia tampoco cedió y el gobierno de derecha advirtió que la pura ‘mano dura’ no resuelve el tema cuando hay profundas causas sociales, culturales, de acendradas desigualdades que llevan a jóvenes de delinquir muy tempranamente. Se trató simplemente de un ‘canto de cisne’ de la administración de derecha que termina con un respaldo ciudadano en verdad muy modesto (31% de respaldo contra un 51% de desaprobación según Encuesta CEP). Además tuvo tensiones y desacuerdos con sus partidos prácticamente irremontables. De este modo, se puede ser categórico al afirmar que claramente la derecha hizo su apuesta y no tuvo la capacidad de inaugurar un nuevo o distinto periodo histórico con un sello propio para haberse perpetuado en el poder en la lucha electoral.

Los rasgos del ciclo político emergente

A diferencia de los regímenes totalitarios de variados signos que en distintas épocas y lugares han decretado artificialmente los inicios de una ‘nueva era’, las democracias contemporáneas cumplen hitos o etapas cuando la política y sus formatos institucionales aparecen como disfuncionales a los requerimientos y pulsiones de la sociedad. En estos casos o la política institucional busca adaptarse a los cambios y trata de encauzarlos o sencillamente campean liderazgos populistas, que disuelven a las instituciones y la sociedad constituye un movimiento heterogéneo, expresivo y emocional (Knight, 2005). Esta ha sido la encrucijada del ‘nuevo ciclo’ que buscó asentar la triunfante candidatura de Michelle Bachelet en su segundo intento por gobernar el país. Como lo señala su programa de gobierno.

En efecto, es posible detectar una serie de mutaciones en la política y la sociedad en Chile que rindieron cuenta en su momento de una corteza política novedosa. El trasfondo social ampliamente analizado se refiere a una sociedad que ha transitado a otro estadio en donde eclosionan demandas del más diverso tenor en torno a pasar de una sociedad de privilegios a una de derechos. Los disímiles movimientos sociales, tanto territoriales como de clases medias así como distintos grupos de presión que se gestaron reclaman un status distinto y reformas sustanciales en planos cruciales. Aunque como se verá más adelante, estas expresiones sociales alcanzaron una alta visibilidad mediática pero la gran masa de ciudadanos se mantuvo impávida.

Por ejemplo, si se retrata la pulsión de la sociedad chilena a fines de 2013 cuando se despliegan las contiendas presidenciales y se observan en la Encuesta ICSO-UDP algunos temas cruciales: Si debiera existir una red de farmacias estatales 82,6% se manifiesta de acuerdo. Si debiera existir una AFP estatal un 81,2% está de acuerdo. Ante la pregunta si la educación debe ser gratuita para todos o para quienes no la puedan pagar: para quienes no la puedan pagar de acuerdo un 54.5% de menciones (personas segmentos bajos-Santiago y sur de Chile) y educación gratuita para todos un 42,6% (personas del norte de Chile). Y en lo tocante a reformas políticas con una escala de 1-7; la reforma para una nueva Constitución recibe un 5.5; la reforma para limitar el número de veces que pueda reelegirse un alcalde, concejal, diputado o senador obtiene un 5.2.

Junto a los datos anteriores, es fundamental rendir cuenta del efecto social y político que tuvo el movimiento estudiantil del año 2011. La naturaleza por momentos épica de este movimiento social y su reclamo por cambios profundos no sólo en la educación sino que en el conjunto de la sociedad calarón muy hondo, en particular en las elites de centro izquierda. Para muchos ya no sólo se requerían reformas sino que un cambio prácticamente ‘fundacional’ de la sociedad chilena. Era menester si se pone en un plano más conceptual, ‘desmercantilizar’ aspectos claves de la sociedad chilena como la salud, la seguridad social, etc.

También se generalizó en los segmentos universitarios y más allá la dimensión ‘participativa’ de la democracia que reclamaba de decisiones horizontales y consultas ‘vinculantes’ en todos los niveles sociales. Este fue que duda cabe el ‘clima político’ que enfrentó las postrimerías del gobierno de Piñera y la elaboración programática y ascenso de la ahora Presidenta Michelle Bachelet a la primera magistratura. De ello se nutrió en buena medida el ‘nuevo ciclo político’.

Sin embargo, nuestra hipótesis es que no logró configurarse finalmente este nuevo ciclo. Si entendemos por ello la realización exitosa, sin titubeos, de las políticas y reformas planteadas en el programa; la existencia de un apoyo sostenido de la coalición que acompaña a la Presidenta; la configuración de una consistente elite en el poder que obtenga grados sustantivos de apoyo ciudadano junto a la formación de una ‘narrativa’ política que haya logrado permear con seguridad tanto a las elites de centro izquierda como a la ciudadanía en general. Lo anterior sería, sin duda, la condición sine quanon para sentar las bases de una legitimidad duradera que permitiría que las elites estuvieran en las mejores condiciones para ganar más de una elección y así prolongarse en el poder. Desde luego, lo señalado no quiere decir que no se hayan, hasta ahora, logrado avances muy relevantes en una serie de planos que debiera ser materia de un análisis minucioso de las diversas políticas públicas tanto aprobadas como en gestión legislativa.

¿Cuáles son los aspectos que han conspirado para que no se constituyera un diferente y ‘nuevo’ ciclo político?

En primer lugar, es importante reconocer que la ‘sensación térmica’ del movimiento estudiantil de transformación y cambio nunca logró un correlato en los ‘grandes números’ de la sociedad chilena. Es decir, no había una sociedad ‘politizada’ o en estado de movilización que fuera una contraparte activa de los cambios propuestos. Como bien lo atestigua el trabajo de Daniel Brieva (2013) desde la instalación de la democracia se viene produciendo una evidente baja en la participación electoral de los chilenos. En la reciente elección presidencial votaron solamente un 53% de aquellos habilitados para hacerlo. En un periodo de 24 años la votación se desplomó de un 86% al 53% indicado. El autor también consigna el acentuado bajo interés de los chilenos en los asuntos públicos como indica la encuesta Latinobarómetro, el país más desmotivado de la región. Y la Encuesta CEP ad portas de la elección presidencial en donde el 57% de los chilenos había pensado ‘poco’ o ‘nada’ sobre el evento electoral. Al mismo tiempo se observa una muy baja identificación partidaria que era uno de los baluartes de la democracia chilena. En efecto si “en 1990 casi un 80% de los chilenos se sentía cercano a algún partido, en octubre 2013 sólo un tercio lo hacía.”(Brieva 2013:4). La encuesta Latinobarometro 2013 también es sintomática puesto que señala a los chilenos como los menos capaces en toda la región de autosituarse en algún punto del continuo izquierda/derecha; un 38% no contesta esta interrogante.

Al mismo tiempo existen datos contundentes que reflejan la denominada ‘desprogramación’ del voto y una arraigada personalización de la política. En efecto, el voto depende mucho menos de las visiones ideológicas o de los programas de los candidatos. Así se señala cómo en la encuesta CEP un 83% de los chilenos esté a favor de la nacionalización del cobre sin que exista un contraste en la respuesta si se trata de personas de izquierda, centro o derecha. O el relativo bajo apoyo en los estratos socioeconómicos bajos a medidas como la reforma al binominal, la nueva Constitución o la reforma tributaria y la paradoja que el voto a Bachelet fuera claramente más alto mientras más pobre era la comuna. Ello conduce a que se haya forjado una relación entre la ciudadanía y los políticos claramente personalizada. En otros términos, importan cada vez menos los programas y las ideas y mucho más el aspectos carismático y atributos personales de los candidatos. Así se puede entender el respaldo que en su momento tuvo Marco Enriquez Ominami y la propia Presidenta Michelle Bachelet. Esta dimensión tiene ya una dilatada historia en la política de los años recientes.

Como se analizó en el momento de cierre del ciclo político anterior (1990-2010) los parlamentarios y representantes electos, en general, se autonomizan de los partidos y organizan sus propias redes clientelares de apoyo en los diversos distritos y localidades y sitúan a los ‘suyos’ tanto en los puestos de gobierno como en cargos electos. Así se ha venido consagrando una tupida red de caudillos y neocaudillos que ya no responden necesariamente a las lealtades partidarias ni a los formatos institucionales. De esta manera, pierde toda relevancia la ‘marca’ partidaria y se consolida una política de redes de intercambios personales con un muy bajo componente ideológico o programático.

Finalmente, como lo demuestra el estudio de Brieba con datos agregados de la Encuesta UDP (2013) el electorado está pausadamente cambiando hacia las nuevas generaciones que no tienen como dato clave en sus biografías el plebiscito de 1988 o las vivencias de la dictadura. Cuando se observa el voto joven se advierte que ya no se encuentra votando por las dos grandes coaliciones. Asi recurriendo además a un estudio de La Tercera que se concentra en 14 capitales regionales demuestra que en los votantes ‘nuevos’ jóvenes “la suma de los votos de Bachelet y Matthei llegaba sólo al 43% con el restante 57% yendo a los otros candidatos” (Brieba 2013:8).

De este modo, lo descrito es altamente expresivo de una aguda crisis de representación que no se condice con una marcada ‘revolución de expectativas’ o afán político de ninguna naturaleza, más allá del bajo interés en los asuntos públicos, bajas votaciones, desprogramación y personalización de la política. No hay duda que ésta no es la madera propicia para cimentar nada muy consistente en la política chilena actual.

Por otro lado, los movimientos, por así decir, en la cúspide del sistema político igualmente reflejan una crisis muy compleja. El amplio abanico de ‘escándalos’ que han remecido a la ciudadanía prácticamente desde la instalación de este gobierno que develan una promiscua relación entre el empresariado y el estamento político han abonado aún más al descrédito de la actividad pública y ‘los políticos’. Ello ha sido aún más ostensible por la destacada independencia y autonomía que han venido alcanzando los medios de comunicación y toda una red de Organizaciones no Gubernamentales que están ahora más vigilantes y dispuestas no sólo a denunciar sino que a investigar a fondo todos los casos de malos manejos o derechamente corrupción entre el mundo privado y público. El listado es largo y contundente y señala la existencia de una amplia red otrora ‘privada’ de intercambio entre política y negocios, claramente impresentable para cualquier democracia.

A tal punto que este aspecto ha puesto en el tapete, el despliegue de un ‘nuevo’ pilar de políticas públicas del gobierno tendiente a establecer sendos cuerpos legales y estimular cambios en mentalidades para poner un dique muy claro entre los asuntos públicos y privados. Allí se encuentran las exhaustivas recomendaciones de la Comisión Engel que en línea con el canón democrático ha recomendado un conjunto muy robusto de iniciativas que van desde la transparencia exigible a los partidos políticos; el nuevo empadronamiento de militantes; la regulación estricta del financiamiento; la puesta en práctica en el Estado de una Ley que regule el lobby; la declaración más perentoria de patrimonio de las altas autoridades públicas; las normas que refuerzan la probidad en la función pública, etc.

Al final de cuentas, la democracia chilena enfrenta una crisis tanto en la cúspide como en la base ciudadana con todos los elementos examinados. Ello pone en una verdadera situación de emergencia a la política y a buscar los canales necesarios para introducir una racionalidad mínima sobre la cual se pueda sostener todo el andamiaje político-institucional. Sin duda no es el caldo de cultivo para conseguir que la política pueda estar en el centro de las preocupaciones de los ciudadanos.

Finalmente, cabe la interrogante sobre cómo ha procesado todo esta situación la actual elite en el poder y sus partidos. Más allá de artículos periodísticos no parecen existir estudios-todo acontecimiento es muy reciente-que examinen con la serenidad necesaria el acontecer político. Tal parece que los partidos de la centro-izquierda no contaron con el tiempo suficiente luego de la derrota en las urnas para elaborar nuevos derroteros y propósitos. La dinámica de los movimientos sociales de 2011 actuaron como un espejo engañoso sobre ‘lo que estaba en el aire’ aludiendo a una sensibilidad ‘refundacional’ de la sociedad chilena que fue capturada cual más o menos por los partidos. Tampoco hubo la claridad necesaria en los activos políticos para generar las condiciones para la gestación de una elite de reemplazo en la centro izquierda y ella se constituyó con girones de la ‘antigua’ elite y con componentes renovados.

El desideratum de este argumento es que los partidos se han visto muy tensionados puesto que no parece haber existido un acuerdo político basal sobre el conjunto de políticas que estaban en carpeta. Así sólo resta reflexionar sobriamente sobre cuáles deben ser los pilares para reconstruir los logros de esta administración que por las razones anotadas no tuvo las condiciones necesarias para fundar un nuevo ciclo político.

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