El progresismo chileno necesita plantarse de cara al futuro. Frente a un gobierno de derecha y ante el desarrollo del Frente Amplio como nueva opción de izquierda, la tarea de los socialistas democráticos es repensar su papel siendo conscientes de su historia. ¿Es posible desarrollar una nueva estrategia socialdemócrata para el Chile actual?
¿Qué le pasó al progresismo?
Las elecciones presidenciales del año pasado consagraron en Chile una de las derrotas más estrepitosas e históricas que se le ha propinado a un gobierno y partidos de centroizquierda que se tiene memoria, dejando fuera en este análisis al Partido Comunista que, como se sabe, fue parte de la fenecida Nueva Mayoría únicamente en la anterior administración de Michelle Bachelet.
¿Cómo puede ser que, por segunda vez consecutiva, un gobierno de centroizquierda sea derrotado en las urnas? ¿Y por qué razones en la segunda oportunidad el fracaso ha sido por un muy amplio margen, como lo demuestra el holgado triunfo del derechista Piñera sobre el progresista Guillier?. Es posible argumentar que se trata de una nueva «normalidad» democrática en que los partidos y probables coaliciones -si es que se forjan- deberán turnarse en el poder y así ya no habría supremacía moral o épica ex-ante de ninguna fuerza política o coalición para conquistar abrumadoras mayorías. Estaríamos frente a una clásica alternancia en el poder para moros y cristianos, que pudieran imponerse en las urnas de acuerdo con asuntos programáticos o demandas más puntuales de los electores. Sin embargo, esto no significa que no se deba dar justa cuenta y examinar sin tapujos las razones profundas del fracaso que ha vivido la centroizquierda histórica.
No parece sensato pensar una salida en términos de una «fuga hacia adelante» – administrativa o burocrática- del actual escenario. Volver a organizar «mejor» los partidos -disminuidos como están-, acerar mejor a los militantes, volver al trabajo de base, formalizar las corrientes al interior de los partidos, implicaría buscar una suerte de «leninización» de las orgánicas partidarias. Pero esto está fuera de tiempo y lugar. Se escuchan, además, algunas «explicaciones» claramente surrealistas según las cuales la de 2018 fue una derrota electoral pero no política. Pero la debacle política es evidente.
Claves históricas de un declive presente
Una de las claves para concebir lo que ha ocurrido es que la centroizquierda no logró comprender los profundos cambios que ha tenido la sociedad chilena. Esto configura una paradoja, puesto que el desarrollo, la modernización capitalista y la configuración de un singular mapa sociológico, se deben, en gran medida, a la larga gestión de los gobiernos de la antigua Concertación (el pacto histórico entre socialistas y democratacristianos). Esta coalición -vigente desde 1990 hasta 2013- le cambió el rostro a Chile. Sin embargo, nunca tuvo la claridad suficiente -he aquí la paradoja- de tomar el toro por las astas y reconocer a ese Chile cambiado y convulsionado.
En algún momento, sin embargo, se produjo un debate (primero de forma soterrada y luego más abierta) respecto del rumbo político. Ese debate, desarrollado por dos sectores de la Concertación (los llamados «autocomplacientes» y los «autoflagelantes») resuena hasta hoy. El comienzo de ese debate se produjo al calor de la crisis económica de 1998-99 en las postrimerías del gobierno de Eduardo Frei (coronado por altas tasas de desempleo y un mal manejo económico). En ese entonces, Joaquín Lavín -el candidato de la derecha- pareció ser «la novedad del año». Tanto que el candidato concertacionista Ricardo Lagos se logró imponer por un escaso margen en una angustiosa segunda vuelta electoral. Los denominados «autoflagelantes» -un apelativo puesto por la prensa-sostenían importantes desacuerdos en torno al modelo político y económico instaurado por la tecnocracia gubernamental. En el campo político se criticaba la falta de participación y los cerrojos que había dejado la Constitución elaborada por Pinochet en 1980 con la existencia del Tribunal Constitucional y el sistema binominal (recién hoy reformado). En la esfera económica se señalaba la permanencia de los pilares liberales que nunca enfrentaron la modernización de la matriz productiva hacia una segunda fase exportadora con una economía más dinámica de mayor valor agregado y alto componente tecnológico. Así, el Estado nunca se hizo cargo de estimular vigorosamente un salto productivo genuino como sí lo hicieron algunas economías asiáticas (Singapur, Corea, China).
Por su parte, los «autocomplacientes» reconocían los déficits de la política y las desigualdades sociales que generaba la economía, pero afirmaban que los problemas se enmarcaban en un proceso de modernización capitalista que debía seguir su curso. También destacaban las interesantes tasas de crecimiento de la economía chilena que difícilmente permitía una reorientación productiva, toda vez que el empresariado local ya se había habituado a las ganancias inmediatas del modelo. Así se hacía inviable cualquier cambio económico de mayor calado que suponía una «acumulación originaria» que ni la tecnocracia o los privados estaban dispuestos a llevar adelante. Como es evidente, en este debate «perdieron» los «autoflagelantes».
Mirado fríamente y en retrospectiva, Ricardo Lagos – presidente entre 2000 y 2006- por la Concertación, hizo un gran gobierno. Lo hizo, sin embargo, con una coalición política agotada, sin ímpetus de cambio y azotada por cuellos de botella complejos como el bullado caso Mop-Gate y el fracaso resonante del sistema de transportes conocido como Transantiago y la amargura del «Crédito con Aval del Estado»1. Ya en esos años, era evidente la incapacidad de la Concertación para renovar a sus cuadros. De otro lado, el sistema binominal hacía estragos en elecciones rituales que alejaban a la ciudadanía de las urnas.Los partidos se convertían gradualmente en agencias de empleo y se burocratizaban, dejando poco a poco a las universidades como campo de lucha política efectiva. Los presidentes -más dedicados a dejar una huella en la historia- no se ocuparon de sus partidos, que perdían velozmente densidad y arraigo en la sociedad. Así, hacia finales del gobierno de Ricardo Lagos, la Concertación cumplió un ciclo. Había llegado al final de su propio camino.
El primer triunfo de la socialista Michelle Bachelet en 2006 constituyó un verdadero bonus track en unos años de amplio desgaste de los partidos y de los cuadros de gobierno. La gestualidad inicial de ese gobierno era interesante puesto que estuvo guiada por la retórica de un gobierno ciudadano, amplio y cercano, y una apelación a una mayor integración de las mujeres en altos cargos de responsabilidad pública. Sin embargo, a poco andar y sin que existiera una élite consistente de reemplazo, se produjo el retorno de la antigua élite a los cargos claves de La Moneda. Fueron los años de la «revolución pingüina», cuando sorpresivamente los estudiantes tomaron los colegios a lo largo y a lo ancho del país para exigir una «educación de calidad». Estas protestas obligaron al gobierno a llegar a un pacto con la oposición para mejorar el sistema educacional en algunos aspectos (barreras de entrada a los sostenedores, modificación a la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza, creación de salas cuna y jardines infantiles, creación de las subvenciones preferenciales para los colegios públicos infradotados, etc.).
Pero tal vez lo fundamental que quedó en la retina de los ciudadanos fue el inicio de lo que se llamó un «sistema de protección social» de la cuna a la vejez. En efecto, el programa «Chile crece contigo» tuvo un impacto social insospechado puesto que significó que el sistema de salud se hiciera cargo de acompañar los embarazos de mujeres vulnerables y los primeros meses de vida de los lactantes con un acompañamiento médico, social e incluso psicológico. Al mismo tiempo, se ponía en práctica la Pensión Básica Solidaria que le cambió radicalmente la vida a muchas mujeres dueñas de casa que por primera vez en sus vidas percibían una modesta pensión por el trabajo realizado en toda una existencia. La crisis económica subprimefue encarada hábilmente y no tuvo mayor impacto en el empleo o en el crecimiento. No llamó a sorpresa que la entonces presidenta Bachelet gozara de una enorme popularidad al dejar el gobierno (nada menos que con un 73% de aprobación y solo un 13% la desaprobación).
Sin embargo, el mar de fondo político seguía presente. Los partidos políticos tuvieron serios desencuentros con la gestión de Bachelet. Camilo Escalona, desde la presidencia del Partido Socialista, actuó como un verdadero escudo para apoyar esa gestión gubernativa contra viento y marea. Era un período borrascoso en donde continuaban las querellas y debates entre autocomplacientes y autoflagelantes con una élite francamente agotada, carente de ideas y proyecciones. Se producen, en ese contexto, un sinnúmero de defecciones de los partidos, y aparecen candidaturas diferentes. En principio, la candidatura presidencial del ex diputado socialista Marco Enríquez Ominami, quien centra su discurso en demoler a la Concertación y se plantea como una opción renovada y distinta. Ominami apuntó a Escalona (principal dirigente del PS) como la figura de la antigua guardia a la que había que desterrar, y consiguió nada menos que un 20,1% de los votos. Mientras tanto, el ex socialista Jorge Arrate, presentó una candidatura de izquierda presidencial más simbólica apoyada en ese entonces por el Partido Comunista. A su turno y cuando varios potenciales candidatos declinaron, el democratacristiano Eduardo Frei estuvo dispuesto a ser candidato en una compleja y esforzada campaña que logró un 29% en primera vuelta.Pero el candidato democratacristiano no logra triunfar en la elección general. Sebastián Piñera, el candidato de la derecha, le gana por menos de tres puntos de diferencia y llega al poder en 2010.
La Nueva Mayoría y la renovación del impulso progresista
Lo descrito resulta imprescindible para acercarnos al presente. Se puede comenzar señalando que cuatro años de gobierno de derecha no fueron suficientes para que los partidos de la antigua izquierda concertacionista y sus activos se reformaran en todo sentido. Se puede constatar empíricamente que no hubo ningún Congreso o examen a fondo para repensar el rumbo de Chile. Lo que se instaló tempranamente entre las fuerzas progresistas fue la certidumbre creciente de que Michelle Bachelet era la mejor posicionada para intentar nuevamente una candidatura presidencial. Desde luego, el recuerdo de los notables logros de su anterior administración, así lo indicaban. Eso la hizo subir rápidamente en las encuestas, cuando ellas aún no habían perdido su poder predictivo. Los partidos se dejaron llevar por la pereza intelectual y apostaron a Bachelet como única opción.
La candidatura de Bachelet se enmarcó, sin embargo, en ese variopinto y singular movimiento estudiantil que venía apuntalándose con fuerza desde 2011. Las sostenidas movilizaciones estudiantiles que pedían educación gratuita y de calidad tuvieron una amplia resonancia social y política. En su peak concitaron un amplísimo respaldo popular y sus efectos no solo se redujeron a demandas educacionales. También apuntaban contra del «modelo neoliberal» y abogaban por formas directas, simétricas y vinculantes de ejercer la democracia. Se sostenía que era preciso «refundar» desde los cimientos «el modelo heredado de la dictadura». Este fue el clima social efervescente que presidió la campaña y la asunción de mando de la presidenta Bachelet con una nueva fuerza política: la Nueva Mayoría. Esta fuerza, a diferencia de la antigua Concertación, involucraba también al Partido Comunista de Chile.
La Nueva Mayoría, sin embargo, no fue capaz de producir una nueva élite política que le diera frescura al gobierno y, sobre todo, no logró generar una nueva orientación política. El tiempo ya demostraba de manera implacable que era una tarea imposible ser gobierno y, a la vez, recomponer los lazos más básicos de la centroizquierda tras un norte de acuerdos básicos. El clima de las protestas callejeras fue un espejo deformado que parecía demostrar que eran posibles cambios de gran envergadura. Pero al mismo tiempo todo parecía indicar que en la sociedad chilena no había una «revolución de expectativas». Mientras tanto, existían un cúmulo de temas pendientes en materia de igualdad y redistribución.
La gestión política de la Nueva Mayoría fue débil en tanto los partidos y sus parlamentarios ya no tenían un registro común de propuestas y sentido de coalición. Además, se produjo un verdadero «tsunami». Las noticias que vinculaban a la clase política con los negocios crecieron cada vez más.La amarga constatación de que muchos políticos estaban más preocupados por extraer rentas con sus cargos que a representar a los ciudadanos, supuso un profundo golpe. A empujones, la Nueva Mayoría logró capítulos importantes del programa electoral. Entre ellos, se destacan la masificación de la educación gratuita, la discusión sobre los cambios constitucionales, y una reforma tributaria que permitiera ampliar los beneficios sociales. Además, se formó una comisión que formuló un conjunto de recomendaciones para transparentar y regular la relación entre política y dinero. Ello se plasmó en cuerpos legales que avanzaron un buen trecho en establecer normas y límites acordes a una democracia moderna y responsable.
Entre la derrota y la renovación
Sin embargo, para nadie fue un misterio que, en 2017, la centroizquierda perdiera las elecciones por una magnitud considerable. La derrota de Alejandro Guillier – candidato de la Nueva Mayoría – frente a Sebastián Piñera, parecía lógica en ese contexto. Tampoco eran muchos los que dudaban de que el Frente Amplio, una nueva fuerza política de izquierda formada con un impulso joven, obtendría una gran votación. Sin duda, el tiempo dirá si esa nueva fuerza política logrará mantenerse unida y construir una fórmula política estable para convertirse en alternativa de gobierno. Es muy temprano para hacer juicios categóricos en cualquier sentido. En todo caso, la bancada parlamentaria frenteamplista es heterogénea en sus pulsiones políticas y deberá establecer colectivamente un núcleo político para tomar decisiones claras y eficaces. Al mismo tiempo, el abanico de fuerzas políticas que integra deberá discutir y acordar el sentido profundo de un programa común. Deberá definir si optará por el movimientismo social o por la organización partidaria. O si buscará una «reforma social» o un «cambio radical» del modelo económico.
Por el momento, la oposición al gobierno de Piñera parece estar constituida por una centroizquierda (desde la Democracia Cristiana, los socialistas, los comunistas, y el Frente Amplio) más bien dispersa y reactiva a los proyectos e iniciativas que emanan del Ejecutivo. Tanto en los debates en torno a la fijación de salario mínimo, el inminente complejo debate presupuestario o la acusación constitucional que se prepara contra jueces de la Corte Suprema, las diversas «oposiciones» han marcado sus propias fronteras. Sin embargo, esas posturas no configuran, todavía, un programa o conjunto de certezas que puedan estimular la conformación de un conjunto de políticas alternativas. Se trata, más bien, de una política de limitado alcance y proclive a un cierto «jacobinismo parlamentario».
Por otro lado, se constata que distintas franjas políticas procuran fundar una alternativa política basada únicamente en un discurso «en contra» del llamado neoliberalismo. Pero un slogan no siempre es una reflexión. Está claro que la apuesta de la izquierda en democracia es sostener un discurso igualitario, plural, libertario, plebeyo. Sobre todo, si por neoliberalismo se entiende el predominio de la pura racionalidad individual y el mercado y, en el caso particular de Chile, la fuerte privatización de una amplia gama de servicios que debería prestar el Estado en una lógica redistributiva. Ello, desde luego, denota algunos de los aspectos salvajes del capitalismo nacional. Pero lo indicado se queda en un diagnostico global, un develamiento de aspectos que se consideran perniciosos pero que están lejos de comprender al conjunto de la sociedad chilena y algunos de los logros destacables en el ámbito social. La pregunta sería: ¿cómo se construye una mayoría social y política que asuma un diagnóstico crítico, pero más complejo y que se transforme en un programa político realmente querido por la ciudadanía?
Al pasar revista y en una postura interesada, la única alternativa posible es elaborar las bases de lo que sería un programa socialdemócrata de reformas sociales y políticas que se ocupe de plantear la factibilidad económica y técnica de una propuesta de esta naturaleza. Pero el nudo que siempre ha estado presente en todas las experiencias socialdemócratas del mundo se sustenta en que tal opción supone aunar los intereses y expectativas de los sectores rezagados y vulnerables con las amplias y heterogéneas clases medias. ¿Se puede hacer algo así en el contexto actual?
Si algún aspecto caracteriza al desarrollo capitalista chileno en estos años es el sostenido crecimiento económico a pesar de los baches que se han presentado en ciertas coyunturas. Este despegue ha traído consigo, como es esperable, una irradiación de la lógica del mercado en todos los planos de la sociedad. Una de las dimensiones más notorias de estos cambios ha sido el consistente surgimiento de las llamadas «nuevas clases medias» que se diferencian de las antiguas, crecidas al amparo del Estado. En efecto, en las últimas dos décadas se han disparado las matrículas universitarias. Ya son una amplia mayoría los estudiantes que son la primera generación de sus familias en ingresar a la Universidad y a centros de formación superior. La formación universitaria y los certificados han contribuido poderosamente a cambiar seriamente el rostro de la clase media chilena (si por ella se entiende contar con este componente educativo).
Estas nuevas clases medias han modificado la estratificación social chilena y muestran pautas socioculturales y aspiraciones muy singulares. En primer lugar, las orientaciones políticas de esto sectores ya no se avienen con las tradicionales identificaciones políticas. Indican la existencia de una «liquidez» del voto de acuerdo a los carismas de los candidatos y a las ofertas específicas en ciertas áreas. El logro y el individualismo es otro vector de identificación cuando se percibe que, aunque limitada, se ha producido una interesante movilidad social que le permite a los sectores medios profesionales ubicarse en empleos variados, tanto en el sector público como en el privado. Y como es de esperarse en una economía que ha crecido, los estilos de vida están muy permeados por el consumo y el acceso a bienes que hace unos años eran impensables. Ahora, la plaza pública es el mall, tanto como lugar de encuentro como sitio de consumo variado. De esta manera, se ha producido un cambio notable desde la vida de barrio y sus casas típicas de las décadas pasadas a la vida en condominios y edificios que alcanza a una amplia gama de comunas de la ciudad de Santiago y otras regiones. No hay duda de que esta clase media guarda diferencias con aquella de los países desarrollados. La chilena tiene quizás menos solidez, es más nueva y temerosa de perder el empleo y de no contar con los apoyos necesarios en casos de catástrofe individual o familiar. Con todo, se trata de sectores sociales volátiles en lo político y desconfiados de los grandes relatos clásicos. El estatus, el logro, los bienes y la calidad de vida parecen ser los rasgos típicos de estos estratos.
El interrogante que se abre, entonces, es cómo un proyecto político reformista se puede hacer cargo de aquellos que han quedado atrás y, a la vez, de los sectores medios que han surgido al calor de la modernización de Chile. Pero como si esta no fuese una tarea sumamente exigente, se debe añadir otra: la seria descomposición en que está sumida la política partidaria y las instituciones en general. Renovados elencos y dirigencias políticas e institucionales tienen la pesada misión de volver a conectar la sociedad con un sano y diferente menú de opciones políticas para canalizar a un conjunto social ahora más demandante, descreído, distante, hostil y mucho más liquido en sus visiones a la hora de reconstruir una comunidad política tolerante y democrática.